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Vivir como amados de Dios
12 enero, 2020 - 11:00 a 13:00
Organizer
El bautismo de Jesús es uno de los hechos mejor atestiguados por los Evangelios. Por un lado, Jesús se ha solidarizado con el movimiento de conversión impulsado por Juan el Bautista. De sus manos recibe el bautismo. Luego al salir de las aguas del Jordán, ha vivido una experiencia que lo lleva a marchar hacia Galilea para comenzar Él mismo su propia misión. Ya no volverá más a su casa de Nazaret ni se quedará entre los discípulos de Juan. El bautismo es el primer acto público de la vida de Jesús. Es un acto que da cuenta de la aceptación e inauguración de la misión de Jesús porque queda diseñada la identidad y su tarea mesiánica y salvadora.
Juan el Bautista no entendía y tal vez no entendió nunca que él debía bautizar a quien había Él mismo reconocido como el más importante, como el Mesías, Pero al salir Jesús de las aguas, tuvo dos experiencias que lo confirmaron en su vocación. La primera era que sintió que el cielo se abría y que el Espíritu de Dios descendía como una paloma. ¡Qué imagen tan fuerte! Los cielos que son el símbolo de la morada de Dios quedan abiertos asegurando una comunicación que no se interrumpiría. El espíritu de Dios desciende sobre Jesús indicando que en Jesús la creación alcanza su plenitud. Jesús posee la plenitud humana, es el hombre acabado, el hijo de Dios. El Espíritu que está descendiendo sobre Él no significa que Jesús no poseyera el Espíritu antes del bautismo, sino que Jesús lo recibe de un modo nuevo, en función de la misión que debe comenzar.
¡Cuántas veces sentimos que nosotros y Dios pertenecemos a mundos distintos!, ¡cuántas veces sentimos que los cielos están cerrados, que ya nadie nos escucha, que nuestras palabras caen en el vacío, que por eso la angustia nos sobrepasa! Cuando esto nos pasa debemos saber que el problema es nuestro y que hay factores en nuestro interior que adormecen el contacto con el Señor.
La buena noticia que nos llega es que los cielos no están cerrados, que Dios no es un Dios lejano, un Dios al que hay que temer y evitar, un ser vengativo, sino un Dios siempre atento a nuestra vida que se conmueve ante nuestras dolencias y participa de las situaciones humanas.
Dios es un Dios compasivo, lo cual significa, ante todo, que Él ha elegido ser Dios-con-nosotros. Desde el momento que le llamamos Dios-con-nosotros estamos entrando en una relación de intimidad con él y esto significa que habrá de compartir nuestras alegrías y nuestras tristezas y a padecer la vida con nosotros. Un Dios cercano al que le podemos llamar como el Salmista “nuestro refugio y nuestra fortaleza” y también nuestra sabiduría y nuestro amor. Como lo sintió Jesús después del bautismo, los cielos están abiertos para relacionarnos con Él.
La segunda gran experiencia que tuvo Jesús cuando fue bautizado en el Jordán es que escuchó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo amado, con quien estoy muy complacido”. Estas palabras revelaron la verdadera identidad de Jesús como el amado. Jesús escuchó esa voz, y todos sus pensamientos, palabras y acciones surgieron de su profundo conocimiento de que Dios lo amaba infinitamente. Jesús vivió su vida desde ese lugar interior de amor. Aunque los rechazos humanos, los celos, los resentimientos y el odio de otros lo hirieron profundamente, Él permaneció anclado en el amor del Padre.
Curioso, tendemos a pensar en un Dios con el ceño fruncido que habrá de actuar con nosotros como nosotros actuamos con él. “No nos ha dado el pago que merecen nuestras maldades y pecados” dice el Salmo 103. Dios no es como nosotros, y aquellas palabras pronunciadas después del bautismo, son las mismas que podemos escuchar en lo más profundo nuestro si nos disponemos adecuadamente. ¿No cambiaría nuestra vida si pudiéramos sentir que Dios se siente complacido con nosotros?
Las palabras que fueron habladas a Jesús cuando él fue bautizado son palabras que Dios nos dice a cada uno de nosotros si somos amigos y amigas de Jesús. Las actitudes de autoacusación y de autodesprecio hacia nosotros mismos se constituyen en un escollo para que estas palabras puedan descender al centro de nuestro corazón. Pero cuando recibimos estas palabras plenamente, podemos estar seguros de ser amados como hijos de Dios, amigos de Jesús, incondicionalmente amados, lo que nos da la fuerza y nos capacita para ir al mundo y hablar y actuar como Jesús lo hizo. Cada uno de nosotros somos elegidos por Dios como amados antes de nuestro nacimiento. Por eso Jesús se siente enviado no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar y construir. Todos somos bendecidos por Cristo para ser hijos e hijas de Dios, todos somos entregados para compartir nuestra vida con los demás, para bendecir a los demás como hemos sido bendecidos.
¿Como definimos nosotros nuestra identidad? A veces la definimos a partir de la profesión u oficio que ejercemos. En un sentido podemos decir que somos lo que hacemos: “Soy abogado”, “Soy comerciante”. Otras veces nos definimos a partir de lo que otros dicen de nosotros. Cuando alguien nos alaba o nos reconoce identificamos lo que somos a partir de lo que los demás dicen de nosotros, nos sentimos animados y entusiasmados y muy bien, pero cuando la gente habla contra nosotros o perdemos los amigos, podemos sentirnos desanimados o deprimirnos. Quedamos dependiendo de la imagen que tenemos de nosotros mismos, de lo que hacemos, de lo que tenemos, de lo que dicen de nosotros. Con esa base nuestra autoestima queda sujeta a numerosos altibajos. Pero lo que se dice de Jesús se dice también de nosotros: tenés que saber y afirmar que eres el hijo amado o la hija amada de Dios. Y tenés que saber esto no solo con la cabeza sino con lo más profundo de tu ser.
No eres solo lo que hacés, aunque hagas mucho. No eres solo lo que has reunido en términos de amistades y conexiones, aunque es posible que tengas muchas. No eres solo la popularidad que has recibido. No eres el éxito de tu trabajo. No eres lo que la gente dice de vos, si hablan bien o si hablan mal de ti. Todas estas cosas que te mantienen bastante ocupado y, a menudo, bastante preocupado no dicen toda la verdad sobre quién eres. Debemos recordar que somos las amadas hijas y amados hijos de Dios, y que Dios nos dice: “¿Acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré (Isaías 49: 14-15).
Todas las personas, aun las menos dadas a la introspección y a observar a los demás, tienen idea de lo que es la autoestima. En la autoestima participan no sólo sentimientos, sino también pensamientos y actitudes. Por autoestima entendemos esa autoevaluación que expresa aprobación/desaprobación. La autoestima está siempre en construcción, implica un proceso dinámico.
La autoestima es fuente de motivación. Permite afrontar situaciones adversas, y si es positiva posibilita la cicatrización rápida de las afrentas al amor propio. Todo fracaso es, desde el punto de vista emocional, doloroso. Cuando alguien se dice indiferente al fracaso, no dice toda la verdad. Así pues, quien esto hace apela a la negación para no sentir miedo, pues el fracaso da miedo: implica una disminución de nuestras posesiones materiales o anímicas.
La autoestima incluye facetas que tienen cierta autonomía. Es posible tener una buena autoestima en el terreno intelectual que contrasta con una frágil en lo afectivo. Puede variar en distintos planos: laboral, afectivo, intelectual, corporal, sexual. Es probable que un éxito o un fracaso en un sector tenga consecuencias en los otros. Es difícil que ciertas heridas narcisistas no se irradien sobre otros planos. También se irradian los logros.
A menudo tenemos que luchar contra voces interiores, a veces sutiles que nos dicen que no somos suficientemente buenos, ni inteligentes, ni atractivos, ni espirituales, ni dignos de amor. La gente puede amarme o rechazarme. A Jesús mismo lo amaron y lo rechazaron, pero en ese momento del bautismo escuchó: “tú eres mi hijo amado en ti me complazco”. La gente lo alabó, le gritó “Hosanna” cuando entró aquella vez en Jerusalén, pero también lo crucificaron. Ante todo, Jesús se aferró a esta verdad: “pase lo que pase soy el amado de Dios, esto es lo que soy”. Lo que le dijo Dios a Jesús nos lo dice a cada uno de nosotros. Y esto nos permite vivir en un mundo en medio de relaciones que pueden alabarnos o rechazarnos, pero cada uno de nosotros pase lo que pase es el amado o la amada de Dios. No porque yo diga que soy grande, sino que Dios ha decidido que sea amado antes de que yo nazca.
El amor de Dios es un amor incondicional, no nos ama solo cuando actuamos bien. El amor humano es imperfecto. El amor de Dios es un amor incondicional. Aun las relaciones más amorosas que podemos tener, por ejemplo la relación de los padres con los hijos, tienen sus condicionamientos. Si los hijos se portan bien o se conforman a los sueños de los padres son más queridos. Tenés que oír que sos la hija amada o el hijo amado de Dios. Y lo tenés que oír porque esa voz de Dios es desde el principio de los tiempos y por toda la eternidad. Si estás convencido de eso sentirás una energía especial y ganas de vivir porque eso es lo que vos sos. Aun habrá algunos que te rechacen, seguirás recibiendo elogios y experimentando pérdidas, pero ya no vivirás estas cosas como alguien que está buscando su identidad.
El rechazo a nosotros mismos es el más grande enemigo de nuestra vida espiritual porque contradice la voz sagrada que nos llama a vivir como la amada o el amado por Dios. Porque ser el amado o la amada por Dios constituye la verdad central de nuestra existencia.
Interesante: aunque Jesús habla constantemente del Reino del Dios como tema central de su mensaje, nunca lo invoca como rey o señor sino como padre. En una oportunidad le dijo Abba, que es un término que ningún judío religioso hubiese pronunciado para referirse a Dios porque era la palabra que los niños usaban para llamar a sus padres humanos, una especie de “papito”. Y esto nos orienta a que la primera actitud cristiana para acercarnos a Dios es llamarlo padre (o madre). Es el Dios de todos, incluso de quienes lo olvidan.
Pero ese amor de Dios que debe impulsarnos a vivir en una íntima relación con él, es el mismo que impulsó a Jesús a llevar a cabo el comienzo de su misión. Estamos llamados a hacer con nuestro prójimo aquello que Dios hace con nosotros. Dios nos ama y nos enseña cómo se ama. Así lo hizo Jesús.
Mientras ser “el Amado” sea poco más que un pensamiento hermoso o una idea elevada que se cierne sobre mi vida para evitar que me deprima, nada cambia demasiado. Lo que se requiere es convertirme en el Amado en los lugares comunes de mi existencia diaria y, poco a poco, ser coherente entre lo que sé que soy y las innumerables realidades que tengo que vivir. Convertirse en el Amado es arrastrar la verdad que se me revela desde arriba hacia lo ordinario de lo que estoy pensando, hablando y haciendo en cada momento.
Siempre que, contrariamente a cómo vive el mundo, amamos a nuestro enemigo, exhibimos algo del amor perfecto de Dios, cuya voluntad es unir a todos los seres humanos como hijos de un solo Padre. Cada vez que perdonamos en lugar de guardar rencor, bendecimos en lugar de maldecir, atendemos las heridas de los demás en lugar de echarles sal, alentamos en lugar de desanimar, damos esperanza en lugar de desesperarnos, abrazamos en lugar de acosarnos el uno al otro, somos agradecidos en lugar de criticarnos unos a otros, alabamos en lugar de difamarnos unos a otros … en resumen, cada vez que optamos por ser uno con el otro y no uno contra el otro, hacemos visible el amor incondicional de Dios. Así estamos disminuyendo la violencia y dando a luz a una nueva comunidad y a un nuevo mundo.
Texto: Mateo 3: 13-17
Predica: Pastor Hugo N. Santos
Iglesia Metodista de Almagro (Buenos Aires).
Predicación Almagro. Domingo 12 de enero de 2020.
Orden de culto
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