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Identidad, identidades… tiempo de encuentros
27 agosto, 2017 - 11:00 a 13:00
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¿Qué es aquello que marca nuestra identidad? ¿qué dirían uds? ¿lo que hacemos, lo que nos gusta, lo que nos desagrada, lo que amamos, lo que odiamos? ¿Podemos elegir eso? ¿Qué dirían uds?
Ahora bien, les cuento lo que dice una ley vigente desde 2012 en Argentina: La Ley de Identidad de Género de Argentina, que lleva el número 26.743, permite que las personas trans (travestis, transexuales, transgéneros) sean inscritas en sus documentos personales con el nombre y el género de elección, además ordena que todos los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean incluidos en el Programa Médico Obligatorio, lo que garantiza una cobertura de las prácticas en todo el sistema de salud, tanto público como privado. Sancionada el 9 de mayo de 2012 es la única ley de identidad de género del mundo que, conforme las tendencias en la materia, no patologiza la condición trans.
Será cierto entonces lo que dice la poetiza nacida en Avellaneda, Alejandra Pizarnik que no hay “Nada más intenso que el terror de perder la identidad”; o al decir del Evangelio en palabras de Jesús, “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Desde el texto de Romanos, hay otro dato insoslayable también con respecto a nuestra conformación de identidad y que tiene que ver con nuestra propia “conformación” como seres humanos dentro del mundo donde vivimos.
Porque quien más, quien menos, trata de ser normal (o con cierta normalidad), de hecho por ejemplo nos vestimos de determinada manera o nos saludamos de acuerdo a pautas determinadas. No nos sentiríamos nada bien, si alguien se parara delante nuestro y nos dijera: “Mirá, tú eres un anormal”
¿Qué es lo normal? Bueno decimos que una persona o una conducta es normal cuando la llevan a cabo la mayoría o al menos un número significativo de personas dentro de una comunidad.
Es más, la cultura en la que vivimos tiende muchas veces a aislar o a rechazar a la gente “diferente”. Pero más allá de las costumbres, no estaría nada mal si nos preguntásemos si lo normal es lo bueno, si lo normal es necesariamente lo mejor. Por ejemplo, podríamos decir que es normal que una persona, especialmente en invierno, tenga una gripe o un resfrío, es normal que alguien en algún momento de su vida tenga caries. Pero ningún médico competente afirmaría, contemplando a su paciente tirado en la cama con 39º de fiebre, que esa persona goza en ese momento de buena salud, ni un odontólogo diría que su paciente con varias caries posee una dentadura perfecta.
La sociedad y la cultura establecen una pauta ideal a la que las personas deben ajustarse. La conducta de los individuos se acercará o se alejará de ese mandato cultural.
Pensar la normalidad, entonces, desde lo estadístico supone un criterio vinculado a lo que la mayoría hace, partiendo del hecho de que lo que esta realiza está relacionada con una pauta social. Definir lo normal desde lo estadístico supone saber lo que la cultura espera (o tolera) de las personas.
Pero hablar de pauta ideal, de mayor o menor proximidad respecto a la pauta ideal o esperada, nos hace ver que el criterio de normalidad incluye conceptos de valor. Pero lo que es aceptado por todos o por la mayoría no es suficientemente considerado desde una perspectiva crítica.
Probablemente, en esta problemática estaba pensando el Apóstol Pablo cuando escribiéndole a los Romanos les decía: “No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Conformarse es la aceptación pasiva a algo o a alguien, pero también nos trae la idea de formarse con. Sería como aceptar un molde así como se adapta la masa a un molde que le dará forma a una comida determinada. Es eso justamente a lo que el Apóstol apunta.
¡Cuántas interpretaciones han sufrido textos bíblicos como este! A raíz de esto muchos vivieron la fe cristiana como un retirarse del mundo o de las problemáticas de la sociedad.
Por el contrario, es el mundo el escenario para poner a prueba esta actitud cristiana donde el no conformarse se hace patente. Seguramente, Pablo tenía en mente al decir esto a la persona de Jesús. ¿Quién sino como Él vivió este “no conformarse” como una condición indispensable para andar conforme al Reino de Dios? Y porque vivió como vivió, porque hizo lo que hizo fue a la cruz. Es que la muerte de Cristo nos muestra que la salud de Dios, que la vida de acuerdo al Reino de Dios, es irritante para la normalidad humana.
El apóstol Pablo continúa este pasaje: “Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cual es la buena voluntad de Dios agradable y perfecta”. Para no conformarse a este siglo no hay que aislarse, hay que convertirse.
Una nueva manera de pensar, nuevos impulsos en la dimensión del sentir, un nuevo y necesario estímulo para la acción.
Hay un proceso de crecimiento en la vida del creyente, indispensable, que debe estar encaminado por la presencia del Espíritu que dinamiza esa fe y la pone en acción. Si este proceso no es permanente la vida cristiana se torna chata y limitada.
“Presentad vuestro cuerpo en sacrificio vivo, santo, que es vuestro culto racional”. No se trata solo del culto de los domingos. Se trata de la vida mirada en sí misma como un acto de adoración cotidiana. Para esto también existe la iglesia. No es casual que a renglón seguido que habla de no conformarse a este mundo, sale el tema de la iglesia.
La iglesia es la comunidad de los que no se conforman a este siglo, la comunidad de los que ya empezaron a vivir este nuevo tiempo de Dios, la iglesia es la comunidad de los convertidos que están en el proceso de la conversión. Por eso el proceso de conversión necesita también de la experiencia de comunión.
Vivir en un mundo con modelos que niegan la presencia del Reino y que se meten en nuestra conducta sin que nos demos cuenta hace difícil crecer en los valores del Reino aislados de otros creyentes que buscan lo mismo.
Por eso Pablo propone la conversión en relación con la comunión en un contexto de adoración. Para Pablo lo que legitima el culto (como “servicio”) de la comunidad es el culto cotidiano que se vive en este “no conformarse a este mundo” haciendo de nuestro cuerpo un viviente visible de tal adoración. Aquel que nos dio la vida, recibe de nosotros la vida como un acto de entrega. Se trata de entregar el cuerpo. Muchos quieren entregar el Espíritu, pero no se mueven de donde están ni evolucionan.
Para Pablo, el verdadero culto es la ofrenda del cuerpo y de todo lo que se hace diariamente con Él a Dios. Es decir adorarle realmente es ofrecer a Él la vida de cada día, en la fábrica, en la escuela, en el negocio, en la familia, “no conformándonos a este siglo”. Por eso, la idea de la iglesia como cuerpo vuelve a aparecer en este párrafo en forma práctica e integrada como ya había aparecido en otras cartas.
Volviendo a Jesús entonces, su pregunta de “¿quién dicen ustedes que soy?” es una pregunta que nos remite inevitablemente al afuera, al otro distinto en el cual nos miramos para saber dónde estamos, quiénes somos y por qué somos lo que somos.
La identidad de cada uno de nosotros en un constructo (una construcción permanente) que se realiza en diálogo con los demás…. el Evangelio nos devuelve a un principio de identidad necesario para saber en dónde estamos y hacia dónde seguimos.
Así como nadie construye su identidad en el vacío, nadie tampoco construye una idea de Jesús desde el aire, sino en el entorno de la comunidad de fe testificante que, para ayudar al mundo y su problemática interviene en el mismo, siendo sal y luz para los que no lo conocen. En ese camino vamos, en ese camino estamos cuando aceptamos el desafío de ser interpelados por Jesús y nos repregunta, ¿y uds. Quiénes dicen los otros que son?
Audio de la prédica
Texto: Romanos 12: 1-8 y Mateo 16.13-16
Predica: Pastor Leonardo Félix
Iglesia Metodista Central de Buenos Aires.
Domingo 27 de agosto – 12º de pentecostés
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